Hace un tiempo, los familiares de una paciente le preguntaron si ella y yo ya éramos amigos después de tanto tiempo en terapia. Muchos pacientes acuden igualmente al terapeuta pensando que será una relación como de amistad. Otros aún dirán que para venir a hablar, eso es lo mismo que ir a hablar con un amigo. Igualmente, en muchas series de actualidad, no es raro ver cómo el terapeuta y su paciente se van al cine, se encuentran fuera de la consulta o incluso comparten actividades conjuntas. ¿Se corresponde esta imagen con la realidad de una relación terapéutica? ¿Su terapeuta puede ser su amigo? ¿Debería serlo?

La respuesta es que no. Ni los padres son amigos de sus hijos, ni los terapeutas amigos de sus pacientes. Lo contrario suele llevar a confusiones importantes.  Aunque, evidentemente, hay situaciones en las que el contacto más o menos habitual entre el terapeuta y el paciente es casi inevitable, por ejemplo si ambos viven en un pueblo. Pero hay una regla tácita en psicoterapia que tiene que ver mantener unos ciertos límites en la relación profesional y que es justamente el terapeuta quien debe mantenerlos.

De hecho, una psicoterapia puede no funcionar o incluso resultar dañina sin esos límites profesionales en la relación. Y esos mismos límites   muchos pacientes pueden percibirlos como distancia o frialdad. Esos mínimos necesarios tienen que ver con evitar un contacto físico, no mantener relaciones fuera de la consulta, no tratar a familiares o amigos, no aconsejar sobre cuestiones concretas de su vida, mantener la suficiente objetividad y  tener el apoyo de una adecuada supervisión externa.

Si bien no cualquier ruptura de esos límites desemboca en un desastre y teniendo en cuenta que cierta flexibilidad es necesaria en determinadas circunstancias, lo cierto es que no atender al daño potencial que pudiera comportar la ruptura de ciertos límites terapéuticos puede convertirse en un importante error técnico.

Los problemas pueden empezar a aparecer cuando el terapeuta siente que está por encima de estas cuestiones, que nunca le pasaría nada de eso o que creyera que aún en el caso de que le pasara sabría manejarlo adecuadamente sin necesidad de una supervisión del caso.

La relación profesional entre un psicoterapeuta y su paciente, por tanto, no es una relación de amistad y debe circunscribirse a la consulta.

Todo ello no significa que el psicoterapeuta no tenga sentimientos en relación a su paciente. De hecho, los pacientes tienden a evocar emociones intensas en el psicoterapeuta (reacciones de amor, curiosidad, competición e incluso rechazo, por mencionar algunas). Estos sentimientos que se evocan en el terapeuta se conocen bajo el nombre de “contratransferencia” y los sentimientos del paciente hacia el terapeuta se conocen como “transferencia”.

En una psicoterapia psicoanalíticamente orientada, la transferencia es algo a ser explorado y comprendido. Forma parte del mismo proceso de terapia. El terapeuta deberá explorar sus propios sentimientos contratransferenciales para poder comprender los efectos que tiene el paciente sobre uno mismo. El poder examinar la contratransferencia permite acercarnos a comprender el funcionamiento mental del paciente a la vez que protege del riesgo de que el terapeuta actúe en algún modo que pudiera interferir con un funcionamiento objetivo dentro de la terapia.

Para asegurar esto, un psicoterapeuta formado psicoanalíticamente ha tenido previamente un tratamiento previo en profundidad para, de este modo, poder ser más consciente de sus patrones de relación inconscientes que ha ido estableciendo desde la propia infancia y poderlos gestionar para que no afecten indebidamente al proceso terapéutico.

El psicoanálisis, como disciplina de la salud mental, es  la única opción psicoterapéutica en la que sus profesionales disponen de un tratamiento personal previo extenso y sostenido para ayudar a un mejor desempeño profesional.